Lo
que la medicina le debe a la Primera Guerra Mundial.
Las principales enfermedades infecciosas fueron
combatidas con métodos científicos por primera vez en un tiempo donde no se
conocían los antibióticos.
Miguel
Ángel Criado.
7 noviembre
del 2014. EL PAÍS.
El soldado
raso Ernest Cable, del 2º Batallón del Regimiento Surrey Oriental de las
fuerzas británicas, llegó a comienzos de 1915 al Grand Hotel de Wimereux, en la
costa francesa, reconvertido en hospital. Tenía diarrea sangrante y calambres
estomacales. Los médicos le diagnosticaron disentería. Cable murió unas semanas
después. Pero su muerte, esta vez sí que no fue en vano. Un médico militar
aisló la bacteria que le mató. Muchas generaciones después, aquel cultivo sigue
vivo y ha permitido saber mucho más de una enfermedad que aún mata a millones
de personas. Es sólo una parte del legado que la I
Guerra Mundial dejó a la medicina.
La historia
del soldado Cable forma parte de una serie
especial que ha publicado la revista The Lancet sobre la Gran
Guerra y lo que supuso para la ciencia médica de entonces y, más importante,
una vez que regresó la paz. Un mejor conocimiento y control de las enfermedades
infecciosas, una visión moderna de varios trastornos psiquiátricos y una
práctica quirúrgica a la hora de amputar más eficaz están entre las victorias
de la que iba a ser la última guerra.
Cuando
murió Cable, hacía solo 20 años que lo había hecho Louis Pasteur. Los médicos
aún se estaban familiarizándose con su gran aportación a la ciencia: el
descubrimiento de que los microoganismos y no los espíritus o un mal aire
estaban detrás de las enfermedades infecciosas. Uno de esos médicos, el
entonces teniente William Broughton-Alcock, hizo algo más que atender a Cable.
Aisló la bacteria Shigella flexneri de los tejidos del soldado. Esta
muestra fue de las primeras en llegar a la recién creada Colección Nacional de Cultivos Tipo (NCTC por sus siglás en
inglés), el primer centro creado en el mundo para estudiar muestras de
bacterias y otros patógenos.
Ahora un
equipo de investigadores liderados por el Wellcome Trust Sanger Institute ha secuenciado el genoma de
la muestra Cable de la S. flexneri. Los investigadores han descubierto
por qué esta bacteria, una de las causantes de la disentería, era tan temida.
"Incluso
antes de la descripción y la generalización del uso de la penicilina, esta
bacteria ya era resistente a ella", dice la doctora Kate Baker, principal
autora de esta investigación mitad histórica mitad médica. Habría que esperar
aún unos años a que Alexander Fleming inaugurara la era de los antibióticos con
el descubrimiento de la bencipenicilina. "Aunque sólo el 2% del genoma de
esta primera muestra difiere de las aisladas en la actualidad, los cambios que
la Shigella flexneri ha adquirido le permiten evadir los tratamientos
antimicriobianos que usamos para combatirla", añade Baker.
Esta
capacidad de la S. flexneri para adaptarse a un ambiente hostil,
descubierta en la muestra Cable, quiere ser aprovechada para desarrollar una vacuna
contra una enfermedad que en los países menos desarrollados aún le cuesta la
vida a decenas de miles de personas, en su mayoría niños, y que rebrota con
cada nueva guerra.
Gonorrea,
peor la cura que la enfermedad
En otro de los artículos de la serie de The Lancet,
el profesor del Instituto para la Malaria del Ejército Australiano, Dennis
Shanks, repasa la historia de las principales enfermedades infecciosas durante
la I Guerra Mundial, una historia con más claros que oscuros. Para él, aquella
guerra fue "un momento clave en la transición hacia la medicina
científica".
El tifus
era uno de los enemigos que más temían los generales. En la Segunda Guerra
Anglo-Bóer (1899-1902), por ejemplo, la ratio de soldados británicos infectados
fue de 285 por cada 1.000. A comienzos de siglo, la vacuna aún estaba en fase
de investigación. Fue en el campo de batalla donde se ensayó con éxito de forma
masiva. Los británicos, los primeros en implantar un programa de vacunación
generalizada, vieron como la ratio de afectados bajó a menos del 1x1.000. Sin
embargo, sus aliados franceses, que tardaron casi un año más en vacunar a sus
tropas, tuvieron más de 100.000 casos y casi 14.500 fallecidos antes entre 1914
y 1915.
El Royal Pavillion de Brighton (Reino Unido) fue convertido en hospital durante la I Guerra Mundial. The Girdwood Collection/British Library |
Hay que
recordar que aún no había antibióticos, así que muchos de los avances se
apoyaron en, a veces, cuestionables experimentos científicos. Shanks ha
encontrado documentos que recogen cómo, buscando una antitoxina eficaz contra
el tétanos, científicos franceses separaron a 200 prisioneros alemanes heridos
en dos grupos. A uno les dieron una vacuna experimental, mientras que al otro
grupo les aplicaron sólo medidas antisépticas. Entre los inoculados, sólo uno
murió de tétanos. De los demás, 18 murieron de la enfermedad.
La guerra
también aceleró la investigación de infecciones que aún hoy no tienen una cura
eficaz, como la malaria. Aunque por sus características apenas hubo casos en el
frente occidental, principal teatro de operaciones, en otras latitudes más al
sur llegó a paralizar ofensivas al diezmar a las tropas.
Entonces,
el único tratamiento relativamente efectivo era la ingesta de quinina. Obtenida
de variedades de un árbol tropical, su plantación a gran escala tenía lugar en
las colonias holandesas del sur de Asia. El bloqueo naval franco-británico
impedía a las potencias centrales conseguir el preciado polvo amargo. Eso
obligó a los alemanes a investigar con fármacos sintéticos y consiguieron no
uno sino dos compuestos que al menos igualaban la eficacia de la quinina. Pero
lo lograron cuando ya había acabado la guerra.
También
hubo capítulos oscuros en esta historia. El más llamativo es el de las
enfermedades de transmisión sexual (ETS). El investigador australiano ha
comprobado que, entonces, el tratamiento más usado era la contención y sus
principales agentes, los curas y párrocos. Aún así, las tropas estadounidenses
perdieron el equivalente a 8 millones de jornadas porque hasta el 10% de los
ingresados en sus hospitales lo fueron por alguna ETS.
Shanks,
además, está convencido de que las cifras registradas debieron de ser mayores.
Los tratatmientos eran tan espantosos que muchos preferían sufrir en silencio
su enfermedad. Sin antibióticos, los afectados de sífilis tenían que someterse
a un tratamiento diario a base de inyecciones de arsénico, de mercurio o ambos
durante 50 días. La lucha contra la gonorrea era aún más radical: durante seis
semanas, los infectados recibían una irrigación por la uretra de permanganato
potásico dos veces cada día.
A pesar de
todo y como escribe Shanks en sus conclusiones: "Lo que los médicos
de la I Guerra Mundial fueron capaces de lograr con tan pocos recursos más allá
de su capacidad de pensar exige respeto. Para evitar la misma impotencia que
ellos sintieron en 1918 ante enfermedades infecciosas intratables, deberíamos
prestar atención a la evolución de los organismos resistentes a los
medicamentos y la necesidad imperiosa de crear nuevos fármacos antimicrobianos".
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